Lecciones de Múnich (1938) 

Por: Carlos Guevara Mann 

En el interés por explicar la invasión de Ucrania y pronosticar sus desenlaces, algunos analistas plantean similitudes con la crisis checoslovaca de 1938-1939.  Aunque hay diferencias importantes entre ambos episodios, una lectura de aquel capítulo proporciona lecciones útiles para entender mejor el presente.

A finales de la década de 1930, Hitler—quien asumió el poder en 1933 y pronto sometió a Alemania a una dictadura totalitaria—dio rienda suelta a sus planes de ampliación territorial mediante amenazas de usurpación. Su objetivo era reunir en su maléfico Reich a la población germana de Europa, restablecer el poderío alemán y adquirir Lebensraum (“espacio vital”) para Alemania.

Importantes poblaciones germanas vivían fuera de las fronteras del Reich, principalmente en Austria—república independiente de habla alemana—y Checoslovaquia, un Estado multinacional, en el que convivían—no sin tensiones—checos, eslovacos y aproximadamente 3 millones de alemanes en la zona de los Sudetes, colindante con Alemania.

En marzo de 1938, el ejército alemán entró en Austria y la anexó al tercer Reich. A pesar de que la agregación de Austria a Alemania violó el Tratado de Versalles (1919), la respuesta internacional rayó en la indiferencia.

Tras engullir a Austria sin que su acción generara una reacción contundente, Hitler tornó su mirada a los Sudetes, acusando al gobierno checo de maltratar a los alemanes que allí vivían. Ante la renuencia checoslovaca a allanarse a su codicia expansionista, Hitler se propuso tomar la región por la vía militar.

Mientras en el Reino Unido y Francia algunos se preguntaban si no sería el momento de ponerles coto a las ambiciones de Hitler, la opinión pública estaba a favor de evitar una nueva guerra entre las potencias europeas, así fuese en defensa de Checoslovaquia. En un fantasioso intento por lograr “una paz duradera”, a finales de septiembre de 1938, los primeros ministros de Francia (Daladier) y Gran Bretaña (Chamberlain) concurrieron a una cita en Múnich.

Reunidos con Hitler y Mussolini, dictador de Italia—sin que a los representantes del gobierno checoslovaco se les permitiera estar presentes—acordaron la incorporación de los Sudetes a Alemania. Hitler adujo que allí terminaban sus propósitos de conquista.

Según una reciente película anglogermana—Munich: The Edge of War (2021)—Chamberlain tendría conocimiento del plan nazi para la dominación de Europa gracias a información que le transmitió su propio secretario, vinculado a un funcionario del Reich. Aun así, siguió adelante con la farsa que produjo el acuerdo para la supuesta “paz duradera”.

De vuelta en Londres, una gran multitud vitoreó a Chamberlain. El rey Jorge VI expresó personalmente sus “más sentidas felicitaciones” a quien “con su paciencia y determinación ha asegurado la gratitud de sus compatriotas a lo largo del imperio,” según lo narra, en Munich, 1938, el autor británico David Faber.

Una de las pocas voces críticas fue la de Winston Churchill, quien le reclamó a Chamberlain: “Se le dio a elegir entre la guerra y el deshonor. Usted eligió el deshonor y tendrá la guerra.”

El tiempo le daría la razón. Faltando flagrantemente a su palabra, en marzo de 1939, Hitler ocupó Bohemia y Moravia, las regiones occidentales de Checoslovaquia y puso a la parte oriental (Eslovaquia) bajo la tutela nazi. En septiembre, invadió Polonia, lo que precipitó la segunda guerra mundial, la más violenta y destructiva de todas las conflagraciones bélicas.

Ocho décadas después, la actual crisis en Europa oriental presenta algunas semejanzas. Putin, al igual que Hitler, está empeñado en la restauración imperial. La inmensidad del territorio ruso no le basta; su voracidad expansionista busca la restitución del imperio de los zares y los sóviets, y la ocupación de un lugar preponderante en el sistema internacional, basado en la prepotencia marcial.

A tales efectos, no rehúye la agresión y el intervencionismo militar, como en Georgia (2008), donde sus acciones bélicas llevaron al desmembramiento de aquel país y la creación de “repúblicas” satélites (Abjasia y Osetia del Sur). En 2014, le arrebató Crimea a Ucrania e intervino al este de ese país, en apoyo de separatistas prorrusos.

Múnich Ucrania

Pixabay

Aduciendo un respaldo a la población rusa de Ucrania—trasplantada allí durante la era soviética—en febrero de 2022, Rusia reconoció la independencia de las “repúblicas” de Donetsk y Lugansk. Acto seguido, invadió Ucrania en supuesto respaldo del derecho de esas “repúblicas” satélites, creadas por obra y gracia de Putin, a su autodeterminación, algo parecido a lo que arguyó Hitler en 1938 cuando exigió la inclusión de los Sudetes en el tercer Reich.

El dictador ruso añadió a las motivaciones para su agresión el pretendido objetivo de “desnazificar” a Ucrania, un país con condiciones democráticas muy superiores a las de Rusia y con un presidente judío, quien difícilmente puede tener simpatías nazifascistas.

Las lecciones de Múnich son bastante claras. A una potencia anexionista y agresiva, que pisotea el Derecho Internacional, hay que enfrentarla con medidas decisivas, oportunamente aplicadas, para mantener la paz. El apaciguamiento, como eventualmente lo descubrió Neville Chamberlain, no funciona, porque la avidez de matones como Putin no conoce límites.

Claramente, se ha debido detener a Rusia con sanciones enérgicas, si no en 2008, al menos en 2014.  No haberlo hecho envalentonó a Putin para llevar a cabo la invasión de Ucrania, condenada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de marzo) y la Corte Internacional de Justicia (16 de marzo) y valientemente resistida por el pueblo ucraniano.

Ese pueblo merece la solidaridad de los panameños, en vez del desprecio que ha mostrado por su lucha justa y soberana el partido oficialista, cuya dirigencia no ha dudado en alinearse con la parte agresora, en desconocimiento no solo de las enseñanzas de la historia, sino de las decisiones de la ONU y de la moral más elemental.


Columna originalmente publicada en La Prensa (Panamá), el 30 de marzo de 2022. El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.


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