El último trayecto

Por: Carlos Guevara Mann

 El 27 de abril de 1830, Simón Bolívar reiteró su decisión de no ejercer más empleos públicos y alejarse del Estado republicano que fundó, compuesto, como es sabido, por las actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador. “El bien de la patria”, declaró, “exige de mí el sacrificio de separarme para siempre del país que me dio la vida, para que mi permanencia en Colombia no sea un impedimento a la felicidad de mis conciudadanos.”

Ejemplo de patriotismo, generosidad y virtud ciudadana constituye este gesto del Libertador, el cual contrasta con el ánimo continuista de los tiranos que hoy mal gobiernan varios países de América, incluyendo su natal Venezuela, Nicaragua, Cuba y otros, y de muchos tiranuelos que en los corregimientos, distritos y provincias de nuestro país (y otras partes) pretenden perpetuarse en el ejercicio de sus cargos.

Esa Colombia de sus sueños, que concitaba el interés y la admiración de sus contemporáneos en otras latitudes por su extensión territorial, su arquitectura republicana y su potencial económico, se resquebrajaba ante sus ojos. El Libertador quería impedir ese funesto desenlace a como diera lugar.

Hasta hacía poco, abrigaba la esperanza de que una nueva constitución lograra mantener la integridad del Estado republicano de Colombia.  El 20 de enero de 1830 se había instalado el Congreso Admirable—llamado así por Bolívar, por la calidad de su personal—con el propósito de redactar una nueva ley fundamental.

Todas las provincias estuvieron representadas, incluyendo a Panamá y Veraguas. Asistieron como diputados istmeños al Congreso Admirable: José Cucalón, comerciante ecuatoriano avecindado en nuestra capital; Ramón Vallarino, uno de los próceres de 1821 (y antepasado por mi rama materna); y el catalán Josep (José) Sardá, de quien nos informa el embajador Jorge Raffo que fue “oficial de ingenieros de la Grande Armée” (1812) y, posteriormente, “leal seguidor de Bolívar”, el cual lo nombró intendente del departamento del Istmo (La Estrella de Panamá, 9 de abril).

Al instalar el Congreso Admirable, Bolívar, buscando con su retiro preservar la unión de Colombia, expresó: “un nuevo magistrado es indispensable para la República … Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, ese Estado no debería existir”.

En consecuencia, dejó la presidencia, la cual asumió interinamente el vicepresidente, Domingo Caycedo y se apartó a una finca del mismo general Caycedo, a orillas del río Fucha, cerca de Bogotá, a esperar el resultado de las deliberaciones constituyentes.  La convención terminó de redactar la carta magna el 29 de abril y, al día siguiente, aceptó la dimisión de Bolívar.

A inicios de mayo, el Congreso Admirable eligió presidente de Colombia al patricio payanés, Joaquín Mosquera. Pero, de hecho, ya Colombia había dejado de existir.

Antes, en noviembre de 1829, Venezuela, dominada por el líder llanero y antiguo colaborador de Bolívar, José Antonio Páez, había decidido separarse, decisión que comunicó al Congreso Admirable en enero de 1830 y oficializó a finales de abril. En mayo, se concretó la separación del Ecuador, liderada por otro colaborador de Bolívar, Juan José Flores.

Más adelante, Panamá haría lo propio, con la intención, sin embargo, de que Bolívar volviese a gobernar, según lo establece el acta del 26 de septiembre de 1830, que deja constancia del movimiento separatista liderado por José Domingo Espinar.  Lejos estaba, sin embargo, aquella perspectiva de la mira del Libertador, quien se había resignado a viajar a Europa para pasar allá sus últimos años.

Esos meses posteriores a la renuncia del 27 de abril los recrea, con talento insuperable, Gabriel García Márquez. El general en su laberinto, su novela histórica publicada en 1989, transmite, a través de su cautivante prosa, la fase final de la vida del Libertador, una etapa de desmedro físico en la que, sin embargo, la agilidad mental, el ingenio y la brillantez siguen acompañando al más grande americano hasta su trance final.

Cien años de soledad Gabriel García Márquez

Una pareja pasa frente a una ilustración del nobel colombiano Gabriel García Márquez, viernes 24 de abril de 2015, en la 28 edición de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (Colombia). La feria está dedicada a Macondo, la aldea imaginaria creada por Gabriel García Márquez en su obra literaria “Cien años de soledad”. EFE/MAURICIO DUEÑAS CASTAÑEDA.

La novela comienza el sábado 8 de mayo de 1830, fecha en que el héroe caraqueño emprende su último trayecto, que lo llevaría desde Bogotá hasta la costa caribeña. Sus opositores, indica Restrepo en su Historia de la revolución de la República de Colombia (1858), celebraron “la salida final de Bolívar o la terminación de su gobierno con música, cohetes y algazara, procedimiento que debió serle muy sensible” (págs. 312-13).

En 1830, dice el historiador británico John Lynch, Bolívar no era ni la sombra del hombre que entró triunfante en Bogotá tras la victoria de Boyacá (1819). Describe “su rostro demacrado” y sus movimientos esforzados, aunque “sus ideas seguían siendo igual de lúcidas y sus acciones igual de decididas”, lo cual sustenta García Márquez cuando afirma: “Sus ademanes resueltos parecían ser de otro menos dañado por la vida” (pág. 5).

El general en su laberinto lleva al lector a lo largo de la ruta que sigue el Libertador desde su partida de Bogotá hasta el mar Caribe, salpicada de recuerdos de sus proezas militares y ejecutorias cívicas. Tras abandonar la capital a lomo de mula, pernocta en Facatativá, luego en Guaduas y, finalmente, en Honda.

Allí se embarca sobre el Río Grande de la Magdalena, con rumbo norte, deteniéndose en Puerto Real, Mompox y Barranca Nueva, desde donde, eventualmente, se traslada hasta Cartagena. “Pesaba ochenta y ocho libras”, comenta García Márquez, “y había de tener diez menos la víspera de su muerte”, la cual finalmente lo alcanzó en la quinta de San Pedro Alejandrino, afuera de Santa Marta, el 17 de diciembre de 1830.

El general en su laberinto suscita importantes reflexiones en torno a la carrera de un personaje universal, a partir de su renuncia voluntaria al ejercicio del poder. Pudiendo haberse impuesto, Bolívar dimitió en aras de un ideal superior—la unidad del cuerpo político—cuando avizoró que su permanencia en la presidencia era un factor de división.

Ese desprendimiento, propio de estadistas, es una cualidad que escasea en nuestra contemporaneidad, caracterizada por la usurpación de la política por avivatos, oportunistas y truchimanes (como los calificaría Bolívar).


Columna publicada en La Prensa (Panamá) el 27 de abril de 2022. El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.


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