Sin tren de vida

Por: Andrés Quintero Olmos.

Ya comenzó el Festival, muchos vinieron a invitarme y yo sin saber cómo subir al tren en el aire. Ese que construyeron Escalona y sus amigos querendones y que fueron incapaces de edificar los políticos que decían que la prosperidad se hacía con locomotoras.

Sí, ese mismo que nunca llegó al Valle de acordeones, pero que ahora sube cargado de carbón y regalías desde el Cesar hasta el mar Caribe. Ya no sólo sube por la zona bananera, donde eran más fructíferas las ilusiones que los anhelos. Ahora, remonta también por el desierto de la Guajira paralelamente a la ruta del Old Parr, de la corrupta alimentación escolar y del concomitante contrabando.

A pesar de tener un hombro destrozado y la clavícula dislocada no pienso perderme la más grande parranda vallenata del año. Nada ni nadie me lo impedirá. Desafiaré la ruta mediante moto de bajo cilindraje y ningún peaje me cobrará el itinerario. Si Dios quiere llegaré a estar junto al aposento de Poncho y Emilianito Zuleta. Ellos me esperan para cantar la canción ‘Soy parrandero ¿y qué?’ que dice algo así como: “Yo no puedo aceptar que digan, que el que toma para olvidar es cobarde, porque para olvidar en la vida, cualquier cosa que uno haga se vale”.

Salgo de Barranquilla hacia mi pueblito vallenato. Cómo no refrescarme en el camino con los jugos de la Ciénaga Grande donde me esperan los tugurios, los partidos de fútbol al pie de la carretera y las fotomultas atentas a la velocidad de los goles y gambetas. Iré por el espejismo de la Ruta del Sol por la cual no existe doble calzada, pero sí policías acostados con sus correspondientes vendedores ambulantes.

Lo bueno es que no pasaré por la Guajira y por el caserío de Cuestecita por el que siempre paso para ambientarme de ilegalidad y gasolina venezolana. No, esta vez pasaré por Bosconia donde ningún jardín le pide al político de turno una flor de bienvenida. Cruzo a la izquierda para Valledupar y me refugio, para tomar velocidad de crucero, detrás de un bus congelado de Costaline hasta el pueblerino Caracolí.

De ahí para adelante, no me aguanto las ganas de llegar y me elevo; sueño con estacionar mi nave en la fuente de Novalito, con una cerveza helada en la mano y mis oídos en el picó. Con mi máquina engallada acelero a tutiplén con ansiedad en todas las curvas. No importa que mi vida penda de un hilo, confiando en todo el algodón que antes se cultivaba por esta autopista. Me le escapé a mi novia y a mi madre, tengo todo el aire caliente gratis para mis ojos, un casco que me protege hasta el pescuezo y una calvicie bien acondicionada.

No puedo pedir mayor felicidad si no fuera por el carro mula que casi me atropella pasando por la aldea de Valencia de Jesús. Es también mi culpa; transito descarrilado tras un festival hermoso que cada año me deja sin tren de vida y billetera para mis hijos.


 

 

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