En la Perla

Por: Andrés Quintero Olmos.

El sol se está acostando sobre el Ziruma, la temperatura se hace más agradable y los trotadores entaman la subida del monte y evacuan el estrés del día con sudor. Las ráfagas de viento inician el tambaleo de basura que deja este pueblo grande e indolente con la armonía de la Sierra Nevada y sus respectivas bahías. Los delfines comienzan a añorar su libertad en el acuario de Playa Blanca, aparece el brillo de las grúas que cementan cada día más los Pozos Colorados, los novios ya no se besan en su parque, el Pico Colón deja a un lado su nieve y los rodaderos ya no resbalan como antes.

Mientras el morro se atraganta el sol, a lo lejos se vislumbran las luces rojizas y amarillentas del puerto de la Perla, y el Malecón de Bastidas aprovecha para esconder sus grafitis y pinturas de desfachatez. Las calles se oscurecen y la sombra de la inseguridad brota por el Centro. A pesar de sus neones, la Catedral se ve aislada y su plazoleta se ve cual desierto sahariano. Entretanto, entran y salen los turistas de los restaurantes y hoteles y los taxis los patrullan a punta de pito en cada esquina, como si fuera un mecanismo para atraparlos. Los bafles de El Mirador resuenan sobre Taganga, los mochileros se aglutinan para tomarse la penumbra por sorpresa y los pescadores pesan los pesos de su redada del día.

Mientras los barrios siguen sin agua y el mercado público sigue con su higiene de porqueriza, los políticos festejan -con conciertos y demagogia- la inauguración de un puente por la carrera cuarta. Increíble cómo el populismo disimula la pequeñez de la obra que tiene como único mérito sobrepasar un charco de basura mediante doble calzada discontinua y una ciclovía que inicia y desaparece en la vacuidad.

El tráfico de la Santa Marta es glorioso, a excepción del zigzagueo permanente entre las motos que no respetan los pares, del irrespeto constante de las señalizaciones y del hecho que los carros no utilizan las direccionales para girar (quizás no saben que así no se ahorra energía). Nada de esto es comparable a aventurarse como peatón. El único riesgo es que te quieras quedar allí, en el piso. El punto múltiple del peligro es caminar y dañarse los tímpanos ante cualquier picó de tienda, tropezarse con un común y corriente intercambio de niveles de aceras, hacerse un salto del ángel por una alcantarilla y atreverse a pisar un paso de cebra.

Mejor me voy para Minca a coger aire fresco. Me dirijo hacia el terminal de buses, paso por la Troncal del Caribe donde el polvo y los huecos me esperan desde hace ya más de una década. Qué dolor despedirme de esta tierra sin lograr materializar lo de “la magia de tenerlo todo” y chiflo por la ventana del bus lo que una vez mi abuelo dijo (a modo de chiste): “samarios, si no se ajuician, les quemo el mar”.


 

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