¿Podría la piratería de China traer algo positivo?

Por: Robert J. Samuelson.

WASHINGTON – La última piratería efectuada con archivos que contenían datos del gobierno de Estados Unidos, que incluían información personal sobre unos 4 millones de trabajadores del gobierno, actuales y pasados, ha producido, como era predecible, indignación. La acusación de que la piratería se originó en China (no hay pruebas publicadas que confirmen o desmientan esta suposición generalizada) han aumentado la ira. Nos indigna el descaro de los chinos y nuestra vulnerabilidad nos avergüenza. Es un escándalo nacional.

En realidad, eso no es totalmente correcto.

Hay también consecuencias positivas. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los actos de piratería, aunque no de todos. Cuanta más piratería haya —y cuanto más perjudicial parezca— más probabilidades hay de que, en algún momento, la opinión pública y la autoridad política comiencen a considerar seriamente esa amenaza. Admitirán que la piratería, en su peor forma, puede poner en peligro la seguridad física y económica de la nación. Los peligros pueden compararse con los de una recesión seria o incluso con los de una guerra.

Hasta ahora, la piratería ha ocurrido en un nivel diferente. Viene en una variedad de formas: el robo de información comercial (entre ella, presuntamente, secretos comerciales) de empresas norteamericanas; el robo de tarjetas de crédito y de otra información financiera individual; el espionaje de redes gubernamentales y comerciales.

Todo ello puede suponer costos e inconvenientes considerables para los que han sido directamente afectados. El robo de la identidad supone una tortura tanto financiera como psicológica para sus víctimas. Las empresas que han perdido información sobre marcas registradas pueden sufrir reducciones en sus ganancias. Las entidades del gobierno que han sido penetradas (entre ellas el Servicio de Impuestos Internos y los sistemas de mensajes electrónicos de la Casa Blanca y del Departamento de Estado) podrían haber sufrido pérdidas de delicados documentos personales y políticas a seguir. Los muy publicitados actos de piratería contra Sony Pictures produjeron un diluvio de material bochornoso.

Pero ninguna de estas transgresiones afecta la rutina diaria de la mayoría de los norteamericanos. A menos que nos afecten directamente, los ataques cibernéticos son el problema o la tragedia de los demás. Son el huracán o el tornado en las noticias de la noche o el tiroteo al azar en un barrio urbano deprimido. Son lamentables y tal vez devastadores —pero aislados.

Esa actitud quizás constituya un auto-engaño. Lo que debemos temer de estos piratas es que —y esto se aplicaría más que nada a grupos terroristas o gobiernos hostiles—penetren nuestros sistemas de datos más sensibles con la intención de causar caos y destrucción. Podrían secuestrar, destruir o corromper los sistemas de datos que regulan la energía, que controlan las transacciones financieras, que contienen historiales médicos y que supervisan las redes de transporte. La vida cotidiana de innumerables millones de personas se vería perturbada.

No conocemos toda nuestra vulnerabilidad porque estos ataques aún no se han montado en gran escala. Pero considerando el éxito de una piratería menor, es difícil tener la seguridad de que esa variedad más destructiva sea simplemente producto de una imaginación muy desarrollada. Lo mismo se aplica a la guerra cibernética. Debemos protegernos contra ella y también detener la creación de más y más sistemas que dependan de Internet —un acto de conveniencia comercial que, retrospectivamente, podría ser autodestructivo.

Mientras no reconozcamos la gravedad de las amenazas, alguien nos la debe recordar constantemente. Por ese motivo, la constante piratería quizás nos esté haciendo un favor.


(c) 2015, Washington Post Writers Group


 

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