¡Ojo, yo con la pólvora nanay cucas!

Por: Antony Sampayo Peña


¡Carajo! ¡Sería el colmo!, cuatro quemaduras y varios fiascos son suficientes para que ni siquiera por televisión me agrade observar la quema de un castillo de fuegos pirotécnicos.

on apenas nueve años viví la primera experiencia. Y todo por un mal de amor. Cerca de mi casa vivía una niña, sordomuda, dos años mayor que yo, a la cual le simpatizaba, pero que tenía una forma muy poco convencional para demostrarlo, y era pegándome. Para colmo, yo cargaba una timidez y un nerviosismo que no me lo quitaba nadie, y solo era notar que se aproximaba la chica para huir despavorido, y es que estaba seguro que donde ella lograra atraparme podrían ocurrir dos cosas, o me halaba por el cabello o me besaba a la fuerza, y cuando digo besar a la fuerza quiero decir que tal arrebato llevaba incluidos algunos rasguños y golpes.

El pequeño Antony detestaba salir de casa, o detestaba no, más bien temía, y por ello pasaba encerrado. Entonces vino aquel trágico siete de diciembre. Eran las ocho de la noche y desde mi ventana observaba con envidia como mis amiguitos jugaban y corrían de un lado para otro, y estaba que me reventaba por unirme a ellos, pero el pánico me impedía hacerlo; sin embargo, luego de un corto periodo que me pareció una eternidad, fui vencido por la tentación y terminé abriendo la puerta. Salí con una alegría desbordante, sin tomar las debidas precauciones, y no transcurrieron ni cinco minutos desde que empecé a jugar con mis amigos cuando se acercó corriendo la chica de mis temores, traía en sus manos un tubo de luces de bengala de colores que sus padres (en aquel tiempo era lícito) le acababan de encender. En su rostro se dibujaba la felicidad por verme nuevamente en la calle, pero también lucía hazañosa por el pequeño artefacto que cargaba. Todo fue tan rápido que algunos detalles escapan de mi memoria, la cuestión fue que en fracciones de segundo el tubo estaba posado sobre mi cara, exactamente en el ojo izquierdo, y sobre ese sitio se descargó todo el arsenal de colores, e ignoro qué ley física o divina influyó para que yo cerrara el párpado milésimas de segundos antes. El dolor fue intenso y fui llevado de emergencia a un hospital. Esa parte de mi piel quedó como escamas de pescado, y durante un par de meses porté un enorme parche que cubría desde el arco superciliar hasta el pómulo, razón por la cual mis crueles amiguitos me llamaban Morgan. Cuando me retiraron el parche, la parte afectada era de color más claro que el resto del rostro, y seguí siendo conocido como Morgan.

Un año después, otro siete de diciembre, jugaba con pólvora a escondida de mis padres. Enterré un pequeño cohete, lo encendí y luego eché a correr a colocarme a salvo, pero la mecha de éste se apagó y por lo tanto no despegó. Decepcionado, caminé a averiguar el motivo, me agaché y lo miré de cerca, muy de cerca, mucho, y de repente éste despegó, y ¡Zuac!, recibí el totazo debajo del ojo derecho. Aparte de la zurra que me propinó papá, debí usar nuevamente parche por dos meses, y revivió el viejo apodo de Morgan. Cuando me retiraron el parche también quedó esa parte del rostro más clara que el resto, y ahora hacía juego con la parte clara del ojo izquierdo, entonces me apodaron “El Mapache”.

Al año siguiente mi nueva desventura fue con un traqui traqui, o para ser exactos con dos traqui traqui. El primero, luego de encenderlo, lo solté, pero con tan mala fortuna que cayó sobre mi nuevo pantalón, uno que precisamente estaba estrenando, haciéndole un hueco fenomenal (recordemos que antes, mucho antes, no estaban de moda los huecos en los pantalones). Temblé, con lo cascarrabias que era papá no dudaba que yo tenía asegurada una buena tunda apenas lo descubriera. Tardé en entrar a casa tratando de postergar al máximo el castigo que me aguardaba, y continué jugando, así que arrastré otro traqui traqui contra un piso y cuando quise tirarlo éste no se desprendió de mi dedo índice derecho. Corrí gritando hasta la casa, donde papá no pudo desprenderlo a pesar de todo el esfuerzo que hizo. Mi calvario cesó un poco cuando el traqui traqui se consumió, lo que no me libró de la buena tunda. En consecuencia de aquel accidente mi huella dactilar es diferente a la de los demás mortales, son varias ‘t’.

El cuarto accidente decembrino fue con una esponja brillo. Recuerdo que estaban de moda y chico que se respetase siempre tenía para comprar un par. Me hice a una, la amarré a una pita y la encendí, y cuando quise darle vuelta en el aire cayó sobre mi cabeza. Mi cabello empezó a arder en cuestión de segundos y yo a correr chillando, mi padre lo apagó con un balde de agua, pero luego me pegó. Me quedaron como cinco trasquilones y mamá prefirió raparme para poder darle uniformidad a mi cráneo.

En el vecindario se decía que yo era traste, basto, y algunos empezaron a llamarme “Pájaro loco”, apreciación que refrendé con todos los honores una semana después cuando se me dio por comprar un “Mata suegras”, nuevamente a escondidas de mis padres, que ya no me quitaban el ojo de encima en esas navidades a sabiendas de lo bueno que era yo para el peligro, lo ubiqué en el suelo de la calle, y encima le coloqué un pote. Cuando hizo explosión, la lata fue a dar directo al costoso ventanal de una vecina y lo hizo añicos. Ya deben imaginar el castigo que recibí en casa. El resto de ese diciembre fui castigado con encierro, no podía salir de la casa ni para hacer mandados, pero el penúltimo día del año papá salió por un momento con mamá en la noche y lo aproveché para escapar. Encontré a un amigo tirando la famosa Piedra de pólvora, y le pedí un turno y él accedió rogándome tener mucho cuidado. Entusiasmado la eché a rodar con todas mis fuerzas a través del pavimento, pero ésta, en forma inexplicable, cambió repentinamente de dirección y fue a dar dentro de la casa de un vecino causando destrozos fenomenales; “El Pájaro loco” atacó otra vez. Papá debió pagar una fortuna por los daños y yo permanecí amarrado a una silla todo el treinta y uno de diciembre, y solo fui soltado para recibir el año nuevo. El resto de mi niñez no volví a poner un dedo sobre la pólvora, y hasta quedé un poco traumatizado, temía hasta encender un cerillo.

Diez años más tarde, un veinticuatro de diciembre, celebraba, ya con treinta años, con toda la familia en casa. Guisábamos un par de gallinas, la nevera rebosaba de cervezas y la música no faltaba, era un ambiente ameno. De pronto, la conversación giró en torno a mis locuras de niñez alrededor de la pólvora y al pánico que ésta después me generaba, y todos festejaron a rabiar. Alguien, creo que un tío, se atrevió a preguntarme si aún tenía pesadillas con ella y lo negué, algunos lo dudaron; entonces, envalentonado por el alcohol que recorría mis venas envié, para probarlo, a buscar una caja de velitas de bengala. Cuando la trajeron todos salimos a la mitad de la calle, tomé una, la encendí y empecé a girarla dibujando círculos de brillo en el aire, todos aplaudieron y me sentí orgulloso, los temores quedaban enterrados en el pasado. Muchos transeúntes y vecinos miraban extrañados la curiosa escena. Cuando ya casi se había consumido la velita de bengala, la tiré, animado por los aplausos, con fuerza hacia arriba, como ordenan los cánones, y a medida que surcaba los cielos dejaba atrás una estela de estrellas. Fue a dar al poste de electricidad de la esquina, y allí empezaron a brotar bastantes estrellas, enormes, hasta sonar una fuerte explosión, y entonces la luz se fue en todo el barrio. Pasamos tres días sin luz, la empresa de energía me envió una factura enorme, no pensé que un transformador eléctrico costase tanto.

La pólvora no es un “fuego” de niños, y los padres deben tener mucho cuidado con ellos, pero también las autoridades deben hacer lo propio con los sitios donde la expenden, ya que los niños siempre se las ingenian para burlar el control de sus progenitores. 


 

@SAMPAYOANTONY

http://antony-sampayo.blogspot.com

 

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