Mi maestra favorita

Por: Robert J. Samuelson.

WASHINGTON – Fui a trabajar con mi mujer, la semana pasada, algo que debería haber hecho hace años. Pero como tiendo a dejar las cosas para mañana, nunca había llegado a hacerlo. Tenía curiosidad por saber cómo hace lo que hace. También era consciente de una paradoja. Aunque las casi cuatro décadas de escribir columnas en periódicos y revistas me han otorgado un modesto perfil público, estoy seguro de que Judy hace más por el bien común en una semana de lo que yo lo he hecho en una vida. Enseña primer grado.

Si creen que la enseñanza es un trabajo fácil, reconsidérenlo. Si se lo hace bien, es agotador. Una reciente encuesta no-científica de 30.000 maestros, realizada por la Federación Norteamericana de Maestros, halló que casi el 80 por ciento de ellos “están a menudo física y emocionalmente exhaustos al final del día”.

Ni me lo cuenten. Nos despertamos antes de las 6 de la mañana para que Judy pueda ir a la escuela temprano a fin de preparar su aula. Después de las clases se queda hasta eso de las 6 de la tarde asistiendo a reuniones con los padres, llamando a padres y preparándose para el día siguiente. Cuando terminamos la cena, hace correcciones o planifica. En el curso de los años, en los fines de semana a menudo íbamos a partidos de béisbol, fútbol o básquetbol de sus estudiantes. Todo eso ocurría incluso cuando nuestros hijos, ahora mayores, vivían en casa.

Entre los 3,5 millones de maestros de escuela elemental y secundaria, dudo que haya muchos más dedicados y competentes que Judy. Pero sospecho que hay decenas y decenas de miles que son igualmente dedicados y competentes. Sus calificaciones parecen incluir tres aspectos fundamentales.

Primero, deben gustarle los niños. Si no les gustan no estarán motivado para realizar todo el trabajo necesario-y para aguantar los reveses y frustraciones inevitables. En este aspecto, Judy no tiene problemas. El día que fui a su escuela, un niñito entró corriendo en la clase y la abrazó espontáneamente.

Segundo, deben dominar la materia que están enseñando. No se puede enseñar lo que uno no sabe. Los estudiantes se dan cuenta de eso y la autoridad del maestro acaba socavada.

Finalmente, es necesario un estilo pedagógico que capte la atención de los alumnos y que promueva una atmósfera en el aula que sea al mismo tiempo flexible y disciplinada.

Al comenzar el año, Judy dijo que su objetivo general era “lograr que a los niños les gustara la escuela.” Con eso no quiso decir que las exigencias serían tan bajas como para que los estudiantes tuvieran una sensación falsa (y en última instancia ruinosa) de éxito. Justamente lo opuesto: Comprenderían cómo el trabajo arduo lo lleva a uno a nuevas destrezas y panoramas. Su lema es: “Enseñar por encima (de las expectativas); enseñar a cada niño, no el programa.”

Su estilo en el aula, puedo ver, constituye una mezcla perfecta de recompensas y límites. Jugó un juego de matemáticas oral; todo estudiante que contestó correctamente obtuvo un “choquecito de puños” de la maestra. Pero a los estudiantes que se distraían, se les recordaba que debían volver al trabajo. Si no lo hacían, había consecuencias.

Sin embargo, los maestros no pueden hacer milagros. Hace unos años, Judy tuvo un estudiante excepcionalmente perturbador. Debería haber sido sacado de la clase; pero no lo fue. Judy pasó una enorme cantidad de tiempo influyendo y frenando su conducta y, aunque tuvo algo de éxito, sus esfuerzos afectaron su trabajo con los otros estudiantes, los que sufrieron las consecuencias.

De la misma manera, las escuelas no pueden compensar fácilmente los problemas sociales que están más allá de sus posibilidades. Judy tuvo alumnos de todas las clases económicas, pero en los últimos tres años, ha enseñado en una escuela con una población de bajos recursos y con un 90 por ciento de latinos. Según mi breve observación, son niños realmente dulces. Pero muchos enfrentan cargas especiales: familias quebradas; padres que no hablan inglés y a veces son analfabetos en español; padres con horarios de trabajo increíbles. Existe también un problema más general, tal como lo advirtió recientemente el Economic Policy Institute, de tendencia izquierdista:

“Los padres de clase social más baja llevan a cabo menos actividades educativas de apoyo con los niños pequeños, como leer o jugar juegos cognitivamente estimulantes.”

Aunque Judy ya ha pasado la edad estándar de jubilación, luce y actúa como si tuviera 10 años menos. Aún así, ha decidido jubilarse ahora. Yo lo siento, en parte por motivos egoístas: Planea todo tipo de proyectos post-jubilatorios que se supone que inspirarán mi entusiasmo (pero no lo hacen). Pero mi principal pesar yace en otro lado. Es que las perspectivas para los niños norteamericanos serán un poquitín peores, porque ella ya no estará en el aula.

El último día de clase, un estudiante le dio una tarjeta. Decía: “Gracias por trabajar conmigo este año. ¡Que Dios la bendiga! La quiero mucho. Es la mejor maestra del mundo.”


© 2015, The Washington Post Writers Group


 

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