La vejez, entre olvido y la esperanza

Por: Francisco Manrique.

Hace 17 años, mi señora viene “amadrinando” una casa para ancianos, hoy denominados “adultos mayores”, porque han cumplido mas de 60 años. Esta obra mantiene con las uñas, a 75 “abuelitos”, de los cuales 25 son enfermos que requieren de ayuda especial. A lo largo de los años, la he escuchado contar historias de muchos de ellos, que muestran la tragedia de lo que significa ser una persona mayor, y sin ingresos, en un país como el nuestro.

Le preguntaba a mi señora acerca de los problemas que ella ha identificado en más de tres lustros de acompañar a estas personas mayores. Sus respuestas a mi pregunta deseo consignarlas en algunos relatos y reflexiones con relación a un tema que es invisible en Colombia.

Hoy día, el anciano es una persona ignorada por las generaciones que vienen atrás. Para muchos de ellos, el adulto mayor ya no es alguien interesante, alguien que merece atención y respeto por la experiencia que ha adquirido. Lo ven como una carga, alguien que huele mal, que pierde la memoria, es cascarrabias, y que, en resumen, “se vuelve un peso”. Se he empezado a posicionar en el imaginario colectivo una frase que Cicerón coloca en su conocido libro De Senectute en la que afirma que: “Los viejos son pesados, ansiosos, iracundos, difíciles; si nos empeñamos, son también avariciosos”. Ahora bien, también con Cicerón deberíamos reconocer que “estos son fallos de las costumbres, no de la vejez” (De Senectute, No. 65) .

Bien sea por estas razones o por otras de “mayor peso”, como su delicado estado de su salud y la imposibilidad por parte de la familia de brindarles la atención que necesitan, a muchos de estos abuelos los abandonan en los hogares para tercera edad (hoy llamado centros geriátricos o gerontológicos) o en hospitales (sólo en Bogotá abandonan a diario a 10 personas mayores). Las razones expuestas es que no hay tiempo para cuidarlos, o no se cuenta con las habilidades y los recursos para hacerlo bien. En resumidas cuentas, los viejos se “vuelven un encarte para la familia”.

El caso de Miguelito, de 76 años, es un ejemplo de lo anterior. Pasaba los meses siempre esperando a que sus hijos lo visitarán sin que esto sucediera. O el caso de Virgilio, de 70 años, quien perdió hace dos años la visión. Cada vez que va mi señora a visitarlo le dice lo mismo: “Sumercé, por favor, tóqueme la mano, que quiero sentir que me arropa“. Son personas abandonadas y ávidas de efecto en su última etapa de la vida.

Ante esta realidad cobran sentido las palabras de un ilustre humanista que afirma que “cuando guardamos a los mayores en los geriátricos con tres bolitas de neftalina en el bolsillo, como si fueran una chaqueta o un abrigo viejo, de alguna manera tenemos enferma la dimensión antropológica porque, encontrarse con los abuelos, es asumir un reencuentro con nuestro pasado”.

El trastear a los ancianos de un lado para otro, como si fueran un mueble viejo, hace que los nietos ya no generen vínculos con sus abuelos; sobre todo porque sus padres nunca tienen tiempo, siempre están de afán, y no les dan espacio para que puedan compartir su vida y sus historias. Por esta razón, la tradición no trasciende. Como afirma Carmen Delia Sánchez, la verdad es que no se reconoce que “las personas adultas mayores, cumplen una función simbólica en la familia como signos de identidad y continuidad generacional; ellos son guardianes de la familia con un rol activo de protección y de atención a la construcción social de la historia familiar“.

Hay otras historias que también impactan mucho. Marco Aurelio, cuadraplejico de 60 años, era una persona dura y siempre con el ceño fruncido, que de alguna forma reflejaba su vida anterior. Después de dos años, finalmente lo visitó su hija. Ella justificaba su comportamiento aduciendo que su padre hacía mucho tiempo la había dejado de reconocer. Sin embargo, cuando le mencionaron que ella estaba presente con él en la habitación, Marco Aurelio volteó su cara y la miró. Su hija quedó lívida porque sí la reconoció. A los dos días él murió.

También está el caso de Cecilia, una abuelita de 89 años. Cuando mi señora se sienta con ella, siempre le comenta: “estoy muy triste porque no sirvo para nada, soy un estorbo para todo el mundo“. Ella, como todos los ancianos que conforman la comunidad de este Hogar, necesitan afecto, pero también necesitan sentir que a alguien les importa su situación. Cuando las voluntarias los visitan cada miércoles, es para ellos un día muy especial porque reciben calor y siente que hay alguien que está pendiente de ellos.

Hay otros comentarios que me compartía mi señora, y que muestran la indiferencia que existe en nuestro medio, en relación a las personas mayores. Después de llevar 17 años yendo a visitar semanalmente a “sus abuelitos”, mi señora no ha logrado convencer a otras personas, para que la acompañen. Solo cuenta con tres ángeles, todas personas mayores de 70 años, quienes voluntariamente la acolitan. Y cuando alguien del Gobierno se aparece, es para exigir que la Fundacion instale, modifique, y un largo etcétera, desconociendo que, a duras penas, hay dinero para alimentar a los ancianos. Pero eso sí, durante todo este tiempo, la ayuda estatal ha brillado por su ausencia.

Algo que a mi personalmente siempre me ha impactado, es la indiferencia e insensibilidad de las personas pudientes, cuando se les solicita alguna ayuda para el Hogar. Sacarles unos pesos a estas personas es mas difícil y doloroso que la extracción de una muela cordal. Este comportamiento es especialmente marcado en este tipo de personas. Es un gran contraste con la generosidad que se observa en la gente menos pudiente, pero mas empática, con el dolor ajeno.

Aquí quiero hacerle el reconocimiento a Amanda, la directora del Hogar, y a su equipo de trabajo, por la entrega y el cariño con el que acogen a los ancianos enfermos que les llegan todos los días. Es una tarea muy dura que requiere de un corazón muy grande.

Para los abuelos abandonados, que mueren en el hogar, muchas veces no hay los recursos para poderles enterrar dignamente. Sus familiares se han desaparecido y han dejado de estar pendientes desde que “literalmente los botaron a las puertas del Hogar”.

Hacer esta lectura de la situación de las personas mayores no me cierra a reconocer la realidad que encarnaron. Algunas de estas personas abandonadas terminaron cosechando lo que sembraron durante toda su vida. Un ejemplo fue el caso de Elieser, quien era muy agresivo en el hogar. Cuando se averiguó su historia, se encontró que había sido un hombre que maltrató a su familia, y los irrespetó por muchos años. Aquí me recordaba de Pitágoras quien decía: “una bella ancianidad es ordinariamente la recompensa de una bella vida. Pero lo cierto, es que saber envejecer, es una difícil asignatura de la vida.

Pero también hay casos como el de Teo, a quien encontraron con un aspecto de ermitaño, arrumado como un mueble viejo en una habitación sin luz. Al averiguar qué había sucedió con esta persona, se encontró que por mucho tiempo, su hermana lo dejaba solo en una silla de ruedas todo el día, y que lo maltrataba permanentemente. Después de unos trámites, lograron llevarlo al Hogar, donde lo asearon y lo alimentaron. Allí murió recibiendo cariño y afecto por primera vez en su vida. Frente a este caso sentí profundamente que “La muerte no vienen con la vejez sino con el olvido”.

O veamos el caso de Rosita, cuya hermana la abandonó y la dejó sin cuidado aún cuando ella está en situación de invalidez. El descuido le significó que casi perdiera la pierna por falta de movimiento. Fue recuperada por el Hogar. Mas tarde se negó a regresar a donde su hermana porque no quería ser maltratada de nuevo.

En el relato de estos casos, mi señora me explicaba que el maltrato de los familiares, lamentablemente, es de ocurrencia común. Es un atropello a personas que son muy vulnerables y a quienes la sociedad colombiana les ha volteado la espalda.

En la siguiente columna veremos el problema desde otra perspectiva.


 

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