¿El próximo Smoot-Hawley?

Por: Robert J. Samuelson. 

WASHINGTON – Éste no es el momento para alterarse por la manipulación de la moneda china. Utilizarla como excusa para resistir la postura pro-comercio del gobierno de Obama es contraproducente. Esa oposición debilita la posición competitiva de Estados Unidos. Toda Asia –que es la parte de mayor crecimiento de la economía mundial-observa el debate sobre el Acuerdo Estratégico Trans-pacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés). Si el Congreso descarrila las políticas comerciales de Obama, esos países llegarán a la conclusión, con razón, de que Estados Unidos no es un socio fiable. Por ende, se verán barridos a un sistema de intercambio dominado por China.

Para hablar con claridad: la manipulación de la moneda china es real y perjudicial para las empresas y trabajadores con sede en Estados Unidos. Según una variedad de cálculos, las exportaciones de China probablemente costaron 2 o más millones de puestos de trabajo norteamericanos desde 2000. He sido un crítico de la manipulación de la moneda en el pasado y aún lo soy. En un mundo ideal, hubiéramos actuado enérgicamente para eliminarla. Pero (¡oh sorpresa!) no vivimos en un mundo ideal y, por muchos motivos, es menos importante ahora de lo que lo fue anteriormente.

Para comenzar, recuerden que la pérdida de puestos de trabajo inducida por el comercio no es (y nunca ha sido) el principal problema de empleo de Estados Unidos. Los desarrollos internos dominan el mercado laboral norteamericano, para bien o para mal. La economía norteamericana ahora cuenta con unos 150 millones de puestos de trabajo; 2 millones es una porción pequeña de esa suma. Pero por supuesto, si las importaciones eliminaron el puesto de uno, es devastador.

Después, China se está retirando lentamente de un crecimiento propulsado por las exportaciones. Vivir de las exportaciones es morir por las exportaciones. Se depende demasiado de la salud económica de los principales clientes. Los chinos siempre han sabido eso en abstracto. Pero después de la crisis financiera de 2008-9, lo experimentaron de primera mano. Sus mercados de exportación norteamericano y europeo se debilitaron drásticamente. También hay una vulnerabilidad política. En algún momento, los países importadores pueden considerar el flujo masivo de artículos extranjeros intolerable. Adoptan políticas proteccionistas, aunque sean ilegales bajo la Organización Mundial de Comercio. Japón aprendió esa lección en los años 70 y 80.

Lo que está claro es que, por muy subvaluado que estuviera el yuan chino en un momento, hoy lo está en menor medida. Desde 2005, China permitió que el yuan se elevara gradualmente contra el dólar, ya fuera para aplacar a los Estados Unidos o para desconectarse del crecimiento impulsado por las exportaciones. Entre 2005 y mediados de 2013, el yuan se apreció un 34 por ciento contra el dólar en términos nominales, y un 42 por ciento, después de un ajuste por la inflación, según un informe del Congressional Research Service. Un yuan más fuerte hace que las exportaciones chinas sean más costosas en los mercados mundiales. Esos aumentos siguen ocurriendo, porque la tasa de cambio del yuan no se ha movido mucho desde 2013.

Casualmente, los enormes excedentes comerciales de China han caído, como también lo han hecho los déficits comerciales de Estados Unidos. El excedente en la cuenta corriente de China llegó a un pico de 421.000 millones de dólares en 2008 y fue la mitad de esa cifra en 2014, con 210.000 millones de dólares. El déficit de la cuenta corriente norteamericana se redujo casi en la mitad, de 801.000 millones de dólares en 2006 a 411.000 millones de dólares en 2014. Todo ello sugiere que los invisibles subsidios transferidos por la subvaluación de la moneda de China han disminuido o tal vez desaparecido. (La cuenta corriente es una medida amplia del comercio internacional. Aparte de exportaciones e importaciones, incluye–entre otras cosas–los ingresos del turismo, regalías y dinero enviado del exterior.)

El remedio para esa incierta enfermedad podría ser peor que la enfermedad. Una propuesta del senador Charles Schumer, demócrata por Nueva York, permitiría que las empresas o industrias que alegan manipulación de la moneda pidieran al Departamento de Comercio una investigación. Si se encontrara una subvaluación se impondrían castigos. Casi toda industria que enfrenta la competencia china podría presentar una queja. Y no sólo China: Cualquier país (léase Japón, México, Corea del Sur) sería vulnerable.

La semana pasada, el Senado aprobó el plan 78-20 de Schumer. Si se promulga, crearía una bonanza para los abogados comerciales. Pero podría ser un desastre para el comercio. Probablemente sabotearía todos los acuerdos comerciales alcanzados por el gobierno. También existe el peligro de los daños colaterales. Al crear nuevos riesgos y costos potenciales para inversiones de comercio y relacionadas con el comercio, podría debilitar ambos sectores. Eso es lo último que necesita una economía global frágil. Otras propuestas sobre la moneda también presentan defectos. La analogía que viene a la mente es Smoot-Hawley: la tristemente famosa tarifa norteamericana de 1930 que empeoró la Gran Depresión.

Como sostuve anteriormente, la confusión de los norteamericanos con respecto al comercio se relaciona con el papel del dólar como principal moneda internacional. Suponemos que los déficits comerciales de Estados Unidos demuestran que somos víctima de las prácticas “injustas” de otros países. Es más complicado. Los dólares que se cotizan en los mercados de cambio responden a la oferta y la demanda. La demanda de dólares para pagar importaciones o para inversiones globales tiende a elevar el precio del dólar: su tasa de cambio. El dólar más alto hace que las exportaciones norteamericanas sean más caras y las importaciones más baratas. El dólar “sobrevaluado” y el déficit comercial resultante reflejan ese proceso así como la manipulación. Los déficits han sido continuos desde 1976–mucho antes de la entrada de China en los mercados mundiales.

El dólar fuerte beneficia la economía global y castiga a los fabricantes norteamericanos. De ese desagradable dilema, no hay salida fácil.


© 2015, The Washington Post Writers Group


 

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